Zumiriki es una película de expectativas, o de expectación, más que un espectáculo, porque ni se impone al espectador ni se ofrece abierta e invitadora más que al que se reconozca en alguno de sus senderos forestales semiocultos: la infancia, los recuerdos, el lado grato de una familia y unos hermanos numerosos. Todos sentimos envidia de Guillermo Brown y sus proscritos, con sus jardines más o menos asilvestrados, sus cobertizos y sus cabañas arbóreas, y algunos consiguieron algo semejante.

Me gusta cómo se agolpan, sin verdadero desorden, quizá con el orden que imponen o sugieren las asociaciones mentales o visuales o sonoras, y los azares y las casualidades, los sucesivos aspectos – más que temas – que, como los enciclopedistas originales, Zumiriki va apuntando y recorriendo, un poco como un eco oral y visual de las películas en 8 o Super 8 y los cuadernos del padre de Oskar Alegria, cumpliendo esa misión «embalsamadora de la realidad» que le atribuyó André Bazin al cine, y que permite hoy mantener aún vivas tantas cosas idas o destruidas o borradas, sean edificios, paisajes, palabras, melodías, relatos míticos, figuras legendarias, que aparecen y reverdecen en medio de un río empantanado en un bosque navarro y que pueden parecer incongruentes y no lo son, como el recuerdo de la tradición de los navegantes vascos, el vocabulario (tanto euskera como castellano) del campo, que se pierde y ya pocos conocen. Es quizá una manera de dar una prórroga, una posibilidad adicional de recuerdo, y en cierto sentido de supervivencia, a «las cosas que hemos visto», como decían tanto en Campanadas a medianoche, y que es dudoso que las nuevas generaciones vayan a ver, por lo menos del mismo modo.

Una película que invita a recordar y repensar en múltiples direcciones y que abarca una cantidad inverosímil de materias de reflexión. Cine que invita a lo que me parece que hoy menos se hace en todo el mundo: pensar.

Miguel Marías, Madrid diciembre de 2020